Dios lo ve

Este fin de semana me he vuelto a leer “Dios lo ve”. Tercer libro escrito por Oscar Tusquets y publicado por Anagrama.

El libro trata de esa voluntad, obsesión, manía…. de acabar hasta el más mínimo detalle de algo que no se va a ver. Sobre todo en la arquitectura clásica, vemos como esculturas, jarrones decorativos, bajorrelieves, etc… situados en lo alto de edificios, que no podemos percibir bien, y que es imposible acceder a ellos, están completamente acabados; por qué perder el tiempo en algo que no se va a ver? por qué empeñarse en algo que nadie va a valorar? para quien está hecho?

Oscar Tusquets trata todos estos aspectos que se desarrollan en el proceso creativo, aspectos que no vemos cuando la obra está acabada, o incluso la misma obra no la podemos apreciar si no es a vista de pájaro. Muchas veces todos estos aspectos nos ayudan a entender el resultado final de la obra, los problemas con los que se ha tenido que enfrentar el artista y como los ha resuelto. Pero por qué ese empeño en dejar la obra acabada hasta la perfección? por una satisfacción tan solo personal, sin ambicionar el éxito profesional ni social. O también hay casos contrarios a lo largo de la historia del arte, de dejar la obra inacabada… Tusquets se niega a percibir la obra de arte como un objeto acabado, para él, la obra es el resultado de una actividad humana, que ha sufrido, por todo un conjunto de circunstancias, un proceso de creación que le otorga materialidad y espiritualidad.

El libro es un poco continuación de los dos primeros, aunque en este se atreve a hablar de la relación del hombre con la vida y con la muerte, algo que se ha convertido en un tema tabú a finales del siglo XX, acostumbrados a que la medicina resuelva todos nuestros problemas de salud. Siempre con ese lenguaje característico de Tusquets, directo, sin dramatizar, y sacando todo el humor posible.

 

Pero hay otra cualidad que merece la pena destacar: el amor por el detalle. Fue Mies van der Rohe quien difundió entre los arquitectos el aforismo Der lieber Gott lebt im Detail (Dios está en los detalles),

 

Textos del libro. Dios lo ve. Oscar Tusquets Blanca. Ed. anagrama

 

“Parece ser que en una ocasión uno de los jóvenes colaboradores de Lutyens se encontraba grafiando la fachada trasera de una de las casas que se estaban proyectando en el estudio. El maestro, tras estudiarla con detenimiento, observo que la posición de una de las ventanas alteraba la composición geométrica general, a lo que su colaborador objetó:

- esto no es un problema: el muro que cierra el patio de servicio está tan próximo que esta apertura no se puede relacionar con el resto de la fachada. Nadie podrá ver esta falta de rigor geométrico.

A lo que el arquitecto respondió impasible: - Dios sí lo ve.”

 

Pero aun no hemos terminado con la anécdota que cuenta Oscar Tusquets en su libro “Dios lo ve”. “en la práctica de este engorroso arte se aprende que, a la larga, todo se ve... ...ningún truco, ninguna trampa se nos acaba perdonando. La evidencia de nuestro error o frivolidad puede tardar en aparecer, a veces mucho años, pero aparecerá, o tenemos el sano temor de que aparezca... ...pero han existido creadores, y quizás exista alguno, para los que estas imperfecciones, aun siendo absolutamente inapreciables para cualquier observador, resultan inapreciables.”

 

LUIS MANUEL RUIZ

Dios lo ve

 

Sir Edwin Lutyens es un arquitecto victoriano con el que la posteridad no se ha portado de manera generosa. Y no parece justo culparla: su trazo se limita a rubricar dos o tres monumentos conmemorativos de la Primera Guerra Mundial que parecen hechos para amortizar los excedentes de una cantera de mármol y media docena de casas de campo donde un asesino de Agatha Christie se hubiera sentido de lo más a gusto, entre setos y tazas de té intoxicadas con arsénico. Cuentan que un día, en su estudio, Lutyens revisaba los planos para un edificio que uno de sus ayudantes estaba terminando de bosquejar, y que, alarmado por una aparente violación de la simetría a que se debe toda arquitectura bien educada, montó en cólera: es decir, montó en esa cosa flemática y de paño a cuadros que reemplaza a la cólera en los viejos ingleses del Imperio. Por lo visto, la posición de una ventana ofendía el sentido de conjunto de la fachada trasera de la construcción; el ayudante, cohibido, alegó que eso no suponía un problema, porque la fachada estaba destinada a formar parte de un patio interior y nadie podría apreciar la incongruencia: literalmente, la ventana díscola no podía verse. A lo que Lutyens replicó teológicamente:

 

- Dios sí lo ve. Rectifique eso ahora mismo.

 

La anécdota la refiere Óscar Tusquets en un libro inclasificable, que aborda cuestiones tan heterogéneas y a menudo inconciliables como las metopas del Partenón y el toreo de Curro Romero. Página a página, Tusquets va desgranando obras de arte, de las diversas artes de la pintura, la escultura, el cine y el happening, con un denominador común: la incidencia en detalles que el espectador no puede percibir, el acabado maniático de ciertos rincones y aristas que ningún ojo está capacitado para registrar y en que sólo lograría reparar el microscopio ubicuo de la divinidad. De ahí que el título del libro reincida en la frase de Lutyens: Dios lo ve. Dios es el único que ve el artesonado exquisito de los pilares de la cisterna de Constantinopla, que el agua cubre desde que se construyó en la antigüedad bizantina; Dios es el espectador exclusivo de la espalda del Crepúsculo, la efigie que Miguel Ángel esculpió para la tumba de Lorenzo de Médicis y que lleva 500 años condenada contra una pared.

 

Hay estatuas refugiadas en la fachada de la catedral de Sevilla a las que hasta hace cuestión de unas semanas sólo Dios podía asomarse. En el muro de Poniente, entre gabletes y arcos, se arraciman un grupo de santos que los sevillanos de generaciones enteras han confundido con leños quemados: sombras que no se dejaban reconocer, que en la soledad de sus pedestales se antojaban monumentos a la polución y el descuido. Si el paseante deseaba contemplar esos rostros debía empuñar un catalejo y arriesgarse a que la riada de viandantes de la acera de enfrente se lo llevara por delante; si pretendía cerciorarse de algún detalle observando más de cerca, los parachoques de los taxis podían convertir su curiosidad por el arte gótico en una tentativa de suicidio. El sábado pasado yo me detuve frente a esa exuberancia de gestos y descubrí muchas cosas que mis abuelos ignoraron: que las barbas de los patriarcas no son negras, que los leones y los corderos que posan junto a los faldones de las túnicas no nacieron ciegos, que la piedra con que se construyó este monumento señero prefiere el color de la vainilla al del humo. Si la visión del público altera la obra de arte y cada nueva mirada hace de esa obra una creación distinta, como afirma la estética de la percepción, sin duda la restauración de la fachada de Poniente y la peatonalización de la avenida de la Constitución nos han regalado una catedral nueva. Se acabó ese bubón oscuro y fúnebre, que recibía al turista con gesto de mal humor desde la esquina de un vial demasiado congestionado; se acabó ese aspecto de chasis oxidado que parecía convertir el templo en candidato perpetuo al cementerio de lavadoras.

 

La catedral que yo vi es una criatura fresca y vibrante, contenta de compartir la calle con los transeúntes que a ratos se detienen a revisarla. Está bien que de vez en cuando Dios, que lo tiene todo, comparta sus paisajes con los mortales.

 

 

 

 

 

Oscar Tusquets sorprende de nuevo

 

por Arquitextos de Luis Grossman

 

Dios lo ve, por Oscar Tusquets

 

El arquitecto catalán Oscar Tusquets no ha dejado de sorprender, más allá de su calificada obra profesional -que abarca también los campos del diseño industrial y del arte plástico-, con sus escritos claros y desenfadados. Su primera incursión fue con el libro que tituló Más que discutible (Tusquets, 1994), al que le siguió años después Todo es comparable (Anagrama, 1998).

El libro que da origen a estas líneas, y que compré en Barcelona hace menos de un mes, se titula Dios lo ve y fue publicado en la misma colección que su obra anterior, Argumentos, de la editorial Anagrama. Los que siguieron mis artículos semanales en el diario La Nación recordarán las entusiastas reseñas que motivaron los dos primeros trabajos literarios de Tusquets, pues ahora me propongo relatar el efecto movilizador y reflexivo que produjo en mi espíritu la lectura de esta obra tan original.

Lo que sorprende es que me haya topado con ella gracias a un viaje, ya que fue editada en el año 2000 y recién ahora tuve acceso a sus páginas.

No fue por improvisación que comencé este texto con la expresión “el arquitecto catalán”, ya que el estilo, la manera de evaluar y criticar, el enunciado de los juicios y una retórica a la vez erudita y coloquial, identifican a OT con la manera de pensar y expresarse de sus coterráneos.

Como la idea nuclear del libro al que aludo tiñe todos los capítulos del mismo, voy a pedir la licencia del lector para trazar una imagen que surge en mi memoria y que me parece apropiada para asociar con aquella intención original de Oscar y con ciertas simplificaciones.

Dije en varias ocasiones que mi padre era sastre. Un sastre fuera de lo común, y no rige aquí la sobrevaloración del hijo sino el comentario de sus pares y de sus clientes. Era, como se decía entonces, un “sastre de medida fina”, y el diploma que lo avalaba, emitido en Austria, lucía sobre la pared en la que se apoyaba la mesa de corte y la máquina de coser. Recuerdo que las así llamadas delanteras, es decir el relleno de entretela que da la forma convexa a la parte frontal de un saco, se cosían a mano, lo mismo que muchas otras partes de la prenda.

Cuando yo veía a mi padre coser -o pespuntear- esa entretela de la delantera, con puntadas exactamente iguales y en ángulos opuestos (formando una disposición en espiga), me llamaba la atención por el tiempo invertido en esa parte que iba a quedar oculta para siempre. Una vez le pregunté, con mucho respeto, para qué se ponía tanta atención en hacer esas puntadas a mano, tan iguales y separadas a la misma distancia, si eso quedaría fuera de la vista para siempre.

Entonces mi padre respondió: “Eso tiene que estar bien, primero, porque lo veo yo (y ahora lo estás viendo vos), y además porque si alguna vez el cliente tiene que hacer una reforma o una compostura, que el sastre que abra la prenda sepa que el que la hizo sabía trabajar, que hacía las cosas bien.”

Como se verá, esta evocación tiene puntos de contacto con el trabajo de Tusquets.

 

De Fidias a Dalí, pasando por Nazca

En la búsqueda que emprende pacientemente Tusquets, para procurar despejar la duda que le provocan ciertos rasgos de obras de arte excepcionales, recorre no sólo el campo de varias disciplinas, sino que pasa por todas las épocas y aborda la obra de múltiples creadores.

De modo que queda claro que, siendo el autor un distinguido arquitecto, su obra se propone indagar en un abanico mucho más amplio de la creación humana.

Lo cierto es que las indagaciones de nuestro colega revelan aspectos ignorados (o poco examinados) de obras de arte paradigmáticas. Es el caso del Palau de la Música, el inconfundible edificio de Doménech i Montaner que es conocido en el mundo entero.

Lo que destaca OT es que el autor trabajó una fachada oculta, que daba a un estrecho patio trasero, con el mismo rigor y cuidado que aquellas que quedaban claramente expuestas. Quiso el destino que el convento de Sant Francesc, vecino del Palau, fuera trasladado casi un siglo más tarde y se abriera así el frente que Doménech i Montaner tratara primorosamente.

En el ejemplo de Fidias la impresión es mucho mayor. En efecto, los frisos del Partenón muestran un acabado minucioso y armónico en caras que nunca hubieran sido vistas si esas piezas escultóricas hubieran quedado en su emplazamiento original. Y lo mismo acontece con algunas obras de Miguel Angel.

Los enigmáticos trazados sobre el terreno en las planicies de Nazca, sólo visibles desde las alturas y por completo incomprensibles a los ojos de un paseante, fueron explicados por los científicos de la Smithsonian Institution como motivados por razones de carácter religioso.

Y en las páginas finales de este libro apasionante, Oscar Tusquets declara “Para no emplear el nombre de Dios en vano, utilizamos coherencia formal, íntima satisfacción por la obra bien hecha y otros términos etéreos”, y poco más adelante se pregunta: “¿Puede existir un Arte trascendente totalmente agnóstico? En vista de lo que este agnosticismo es capaz de producir, y aunque la existencia de Dios no nos acabe de convencer, ¿no sería mejor hacer “como si” Dios existiese y pudiese juzgar nuestras obras?”

Las reflexiones finales del autor cierran el círculo que se inició en el texto con el que se abre su trabajo, y nos llena de regocijo y placer. Porque Dios lo ve.

 

http://www.rtve.es/mediateca/videos/20100814/elogio-luz---oscar-tusquets-dios-ve/851560.shtml

 

 

              

 

AMIGOS DE DIOS 64

San Josemaría Escrivá de Balaguer

 

Recuerdo también la temporada de mi estancia en Burgos, durante esa misma época. Allí acudían tantos, a pasar unos días conmigo, en los períodos de permiso, aparte de los que permanecían destacados en los cuarteles de la zona. Como vivienda compartía, con unos pocos hijos míos, la misma habitación de un destartalado hotel y, careciendo aun de lo más imprescindible, nos organizábamos de modo que a los que venían -¡eran cientos!- no les faltara lo necesario para descansar y reponer fuerzas.

 

Tenía la costumbre de salir de paseo por la orilla del Arlanzón, mientras conversaba con ellos, mientras oía sus confidencias, mientras trataba de orientarles con el consejo oportuno que les confirmara o les abriera horizontes nuevos de vida interior; y siempre, con la ayuda de Dios, les animaba, les estimulaba, les encendía en su conducta de cristianos. A veces, nuestras caminatas llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral.

 

Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos.