LA PALABRA PINTADA – ¿QUIÉN TEME AL BAUHAUS FEROZ?

Tom Wolfe, contra la impostura artística

Por Santiago Navajas

 

Yasmina Reza escribió en 1994 Arte, una sarcástica obra de teatro en la que se analizaba la amistad con el pretexto de una disputa sobre el arte contemporáneo. Todo comenzó cuando un amigo dermatólogo de la dramaturga compró por 30.000 euros un lienzo que le provocó la risa (a ella; al amigo, una disminución de su capital y un aumento de sus niveles de esnobismo): era completa, total y absolutamente blanco. Además la tela resultaba feúcha. ¿Fea? Mejor. ¿Incomprensible? Perfecto. Una obra de arte decididamente contemporánea.

Unos años antes el neo-periodista Tom Wolfe había publicado dos panfletos, contra al arte y la arquitectura contemporáneos, en los que pretendía mostrar que sus reyes no es estuvieran desnudos, es que estaban putrefactos y apestaban. Las dos obritas: La palabra pintada (1975) y ¿Quién teme al Bauhaus feroz? (1981), acaban de ser reimpresas conjuntamente en Anagrama dentro de la colección Otra Vuelta de Tuerca.

Wolfe es un tipo de gustos clásicos. Su modelo de escritura de ficción es el hiperrealista; en cuanto a la música, prefiere las melodías populares. De Zola a Piazzola. Nada más alejado de mis preferencias estéticas, donde Kafka se cita con Borges, Picasso con Pollock y Shostakovich con Schoenberg. Sin embargo, sus dos panfletos críticos con la deriva de la estética contemporánea son útiles tanto para el tradicionalista que piensa que más allá de Sorolla y Falla todo es caos y confusión como para el abonado a la neofilia que aún es capaz de un poco de discernimiento autocrítico entre el humo de tanta hoguera de las vanidades que satura lo contemporáneo.

En realidad, los dardos de Wolfe no van tanto contra los artistas del lienzo y el diseño de edificios como contra lo que constituye, según su punto de vista, el signo de los tiempos: la supremacía de la teoría sobre la práctica, de los ideólogos sobre los artistas. Lo que le da patadas en el estómago es que las obras contemporáneas no puedan defenderse por sí mismas, que necesiten de una interpretación, una teoría que las explique y legitime; que tengan que ir acompañadas de un libro de instrucciones que especifique desde el modo correcto de colgarlas en la pared (si es que todavía se cuelgan de las paredes) hasta la manera de ladear la cabeza para que la verdad revelada del concepto oculto (que los pobres y comunes mortales no alcanzarán jamás) estalle en la mente del iniciado, del creyente.

La tesis de Wolfe, brillantemente expuesta, con una prosa ligera y punzante, vitriólica y festiva, es que unas camarillas de críticos y teóricos han tomado el lugar de los artistas. Antes de acudir a una exposición, uno tendría que empaparse de jerga oscurantista, de pseudofilosofía hermética, incluso de ropa apropiada (las célebres gafas de pasta negra, la chaqueta de pana, el pantalón vaquero), para poder penetrar en el santa sanctorum de los enteraos, los sabihondos y los cool. Por su parte, el
gran público iría dando la espalda a estos fariseos, que en cumplida venganza llamarían a aquéllos "filisteos".

En la lucha entre fariseos y filisteos, los primeros pudieron no sólo sobrevivir sino vivir muy bien, porque entonces aparecieron dos figuras con los bolsillos repletos de dinero: el nuevo rico que, como Rockefeller y Peggy Guggenheim, pretendía sacudirse la caspa industrial comprando obras de arte al kilo (y tan bien caricaturizado por Orson Welles en Ciudadano Kane) y, en Europa, el Estado elefantiásico, que, como denunció Marc Fumaroli en, precisamente, El Estado cultural (reseñado en Libertad Digital por Carlos Semprún Maura), creó una casta de artistas adictos al régimen y a la subvención: el antepenúltimo ejemplo lo encontramos en el multimillonario encargo de la Unión Europea a Miquel Barceló; encargo que costeamos todos los españoles, claro.

El siglo XX fue una portentosa, estruendosa y fatídica fábrica de ideología que penetró en cada uno de los resquicios de la actividad humana y encontró en la arquitectura preconizada por la Bauhaus uno de sus hitos fundamentales. El chauvinismo americanista de Wolfe se desarrolla en toda su plenitud cuando arremete contra el "Príncipe de Plata" (Walter Gropius) y su séquito de intelectualizados arquitectos, que, huyendo de la barbarie nazi, llegaron, vieron y vencieron en el panorama arquitectónico americano, imponiendo una ideología utopista e izquierdista que no gustaba a nadie pero a la que se sometieron todos.

El movimiento Bauhaus sigue entre nosotros, promovido por el Estado cultural, que obliga a pagar a los ciudadanos obras que en general detesta
(el último ejemplo que conozco es el monumento más vilipendiado por los taxistas granadinos, piedra de toque del gusto del ciudadano medio que no se muerde la lengua: la nueva sede de la Caja de Granada, obra de Campo Baeza) mientras pontifica desde una presunta y nunca demostrada superioridad moral y estética. La máxima del movimiento Menos es Más, tras su apariencia inocua y humilde, esconde la soberbia del dogmatismo, el furor iconoclasta del purismo, el odio a lo diferente. Pérez Reverte ha referido un caso paradigmático de estupidez bahusiana que les aconteció a los Académicos:

Cuando la remodelación, hace un par de años, de la explanada situada entre el Museo del Prado y el claustro de los Jerónimos, la Real Academia Española, situada en la esquina con la Calle Felipe IV, recibió una petición de los arquitectos responsables y del Ayuntamiento para que árboles y arbustos que adornan el jardín decimonónico de la Docta Casa fuesen talados o reducidos de tamaño. Porque, cito de memoria, "rompían la armonía y las líneas limpias de la nueva ordenación urbanística".

Es en este punto donde la explicación de Wolfe del triunfo de los abstractos en arte y de la Bauhaus en arquitectura se muestra más endeble. Sin duda, como defiende, hubo una conspiración de camarillas, de tendencias, de lobbies que sentenciaron que el que se movía un ápice de los manifiestos y manifestaciones vanguardistas no salía en la foto. Y nadie, salvo el Frank L. Wright que retrató Ayn Rand en El manantial, tuvo el valor de imitar el individualismo y la rebeldía del Salvador Dalí que le hizo la peineta a los gurús surrealistas. Pero la historia es más compleja y, a pesar del presuntuoso fariseísmo, el peligroso utopismo y la pesada solemnidad que envuelve a gran parte del arte moderno –y, sobre todo, a los que van de modernos–, no cabe duda de que hay en él obras de indudable calidad y personalidades originales que amplían el horizonte de nuestra percepción y nuestra inteligencia.


TOM WOLFE: LA PALABRA PINTADA y ¿QUIÉN TEME AL BAUHAUS FEROZ? Anagrama (Barcelona), 2010, 264 páginas. Traducción de Diego Medina y Antonio-Prometeo Moya.
 

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El arte de Tom Wolfe

Por: Xavi Sancho

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 “Cualquier obra de arte que pueda ser entendida es la obra de un periodista”. (Tristan Tzaa)

Dentro de la colección Otra vuelta de tuerca, Anagrama reedita, juntas y con prólogo de Óscar Tusquets Blanca, dos de los títulos de no ficción más celebrados de Tom Wolfe. La palabra pintada, editado por primera vez en 1975, y ¿Quién teme al Bauhaus feroz? —algo desafortunada traducción del, por otra parte, algo incómodo de traer la castellano From Bauhaus to our house—, que vio la luz seis años después, conforman esta magnífica edición. Se lee de una sentada y tiene la gran virtud de no dar nada por sentado. En La palabra pintada, el señor que inventó el nuevo periodismo por casualidad le da con fruición a los ismos y a todos esos istas que pululan a su alrededor. A partir de ellos, las ciudades se llenaron de creadores con la mirada extraviada y elaboradísimas coartadas para su fracaso.

Wolfe percute contra toda esa serie de movimientos que existen desde la teorización y el posicionamiento intelectual, convirtiendo a la misma obra de arte en una mera confirmación de la teoría. Son los críticos los que marcan el camino, no los artistas, dice el autor. Confiesa el norteamericano que, “hoy en día, sin una teoría que me acompañe, no puedo ver un cuadro”. Y reproduce algunas de las más hilarantes afirmaciones que salieron de las mentes preclaras de los críticos Greenberg, Steinberg y Rosenberg. Suyas fueron perlas como “todo arte profundamente original parece feo al principio” (se adelantaron a Lady Gaga, menudos cracks) o “es la tensión inherente a la falta de relieve construida, recreada en la superficie” (si se repite la frase tres veces en voz alta se puede ver a Albert Serra).

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Se olvida Wolfe de las teorías conspirativas que otorgan a la CIA la paternidad sobre el expresionismo abstracto yanqui en favor del realismo social (con esto y un chicle, Oliver Stone monta una miniserie) que empezaba a calar entre los nuevos artistas occidentales y que la agencia veía como un germen del comunismo por su preponderancia en aquellos tiempos en la URSS y China. Vista la enorme vacuidad y el inenarrable cripticismo de algunas de las afirmaciones que generaron algunos de estos movimientos, no parece nada descabellado que fuera alguien de la Agencia quien los promoviera (MIA asiente toda revolucionaria mientras pide otra botella de Bollinger).

Del cubismo a la bidimensionalidad, pasando por el action painting, el marco como fin y “aquella espesa y fuliginosa falta de relieve me captó con su embrujo…”. Tal vez haya hoy todavía gente que crea en esta forma de articular la bohemia y teorizar el arte, tal vez haya hoy gente que piense que este tipo de discurso está superado. Tal vez todos nos equivocamos, es lo que tiene la era del eclecticismo, que, al final, no es más que cobardía agnóstica. Tomwolfe

Por mucha razón que lleve Wolfe en su intento de desenmascarar cierta impostura, lo cierto es que, en la posterior edad del “todo para todos”, al tratar de huir de la teorización por elitista, puede que nos hayamos abocado a una forma de análisis del arte basado en clicar en el botón de me gusta de Facebook. Entre las catedrales de sonido que dominaban las críticas musicales de los noventa y aquello de “la canción cuatro es buena” que nos encontramos hoy sólo es posible que exista la hoja de prensa, el medio de comunicación convertido en medio de difusión.

¿Para qué demonios comerse la cabeza o intentar meterse en la del artista cuando la hoja de prensa ya lo hace por nosotros? Y es que vas a un desfile y en el dossier te explican hasta los calzoncillos que llevaba el diseñador la mañana en que se levantó, encendió el televisor, vio una noticia sobre Sierra Leona y decidió crear una colección inspirada, en partes iguales, por el cambio de parámetros estéticos provocado por los modelos Bravia de Sony, el retorno del calzoncillo boxer y los colores del atardecer en Magburaka. Increíble cómo ha sabido combinar tecnología, cotidianeidad y responsabilidad geoestratrégica. La palabra vestida, pues. Luego, te enseñan la colección y, claro, no ves nada de eso. Pero no quieres quedar como un idiota insensible, o algo peor: un aguafiestas. Aquí nos queremos todos demasiado como para decirnos las verdades. Entonces, escribes sobre atardeceres en Sierra Leona y su futura e imparable influencia en la ropa interior masculina. Se lo mandas al editor y llamas a tu psicólogo para darle la voz de alarma: “¡Necesito verte ya! ¡He vuelto a mirar debajo de la cama!

Por su parte, ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? Utiliza el mismo estilo irónico que La palabra pintada, pero esta vez dispara en contra de las camarillas arquitectónicas centroeuropeas y de cómo el poder subyugador que la cultura del viejo mundo aún ejercía sobre una América económicamente poderosa, pero culturalmente algo acomplejada, terminó provocando que unos tipos que querían empezar de cero, aborrecían todo lo burgués y aspiraban a construir edificios limpios de todo ornamento para sublimar la bondad inherente al obrero, se adueñaron de la cartera de las élites económicas más potentes del planeta. Maravillosa paradoja.  Golazo en propia meta del que el capital aprendió. En el siguiente córner colocó a un artista rebelde y No Logo a defender el primer poste de su target adolescente.

Lo que pasó es que Gropius y los suyos se encontraron con una sociedad yanqui que no funcionaba bajo los mismos parámetros que la europea. No había orgullo obrero y no se entendía burgués en los mismos términos. Así, sus bloques de pisos sociales los habitaron empresarios o quedaron directamente vacíos, porque los obreros ya se habían comprado una casita con jardín y garaje para la lancha en las afueras. Mientras, los más ricos pagaban por que estos teóricos de De Stijl o Bauhaus les construyeran grandes edificios espartanos. Si no llega a ser por Reagan, debe hoy pensar Wolfe. Lo que hace de nuevo especial este volumen del autor es su desprecio por el cenáculo y la camarilla. Por el estar dentro, por el ser parte de un grupo que es el que dicta las normas y, en muchas ocasiones, solo eso. El viejo Tom es un clasicista, pero uno rematadamente inteligente y mordaz.

Treinta años después, los arquitectos son estrellas del rock (Norman Foster pone de moda edificios con grandes ventanales desde los que se puedan lanzar los nuevos televisores de pantalla plana)
, los artistas, empleados a tiempo parcial de firmas de cerveza que se sirven de ellos para dotarle de cierto pedigrí estético y hasta transgresor a su producto (Tracy Emin llena su famosa cama de botellines), y los críticos, bueno, de los críticos, al contrario de los que Wolfe llega a vaticinar —en el futuro, dice, serán más reconocidos que los propios artistas—, no se acuerdan ni sus madres. Hace años que abandonaron la pretensión de ser tan memorables como los trabajos que criticaban y decidieron unirse en camarilla a esos artistas que les sacan cervezas gratis.